¿Qué es Karukinka? La primera respuesta en la que pensamos ante esta pregunta es, sin dudas, que Karukinka es nombre. Nombre que los Selknam daban a Tierra del Fuego.
Sin embargo, tomar el camino de lo inmediato no garantiza encontrar el sentido de la verdad sino más bien extraviarlo. Porque al decir que Karukinka es nombre y que nombra a la isla en la lengua de los primeros que la habitaron, puede creerse que el término designa simplemente una cosa en un idioma extraño y extinto. Pero Karukinka, antes que nada, es la palabra originaria del lugar y por lo tanto no puede entenderse como topónimo. No puede serlo, ya que la idea misma de la palabra como etiqueta de las cosas y del lenguaje como instrumento es una tardía invención de la modernidad europea. En cualquier cultura primitiva la palabra precede al sistema idiomático. En consecuencia, el nombrar de Karukinka no es la denominación de un ente ya identificado de otro modo. La palabra originaria trae a la cosa a lo abierto, la hace aparecer, acontece como fundación y apropiación del mundo, porque nos interroga acerca de la cosa nombrada y busca develar lo que la cosa es. Karukinka no puede pensarse tampoco, entonces, como un término o concepto convencional, es decir, como un segmento delimitado dentro de una cadena de habla. Siendo una lengua primitiva, la lengua selknam también es una lengua de partículas dentro de un universo en formación y Karukinka es una contracción inestable de algunas de esas partículas. Tal y como se desprende de los estudios y registros que hizo el Dr. Carlos Gallardo en los primeros años del siglo XX, los selknam nombran a su tierra Karukinka al fusionar las partículas kar (extremo/muy) huhin (tierra/terreno) y ka (propio/nuestro). De tal suerte que, si quisiéramos apegarnos a la literalidad que proporciona la precaria etnolinguística de Gallardo, diríamos que Karukinka significa “extrema tierra nuestra”, donde la condición de lo “extremo” ya se instala como la singularidad problemática de un sentido potente pero a la vez velado y opaco. Sin embargo, la literalidad puede ser otra forma de extraviarse, ya que pensar en definiciones y significaciones exactas de los términos resultaría tan equivocado como pensar que los selknam llevaban un diccionario.
Preguntar por lo que es Karukinka significa más bien experimentar el despliegue propio de una “palabra” originaria; aquella que trae a la comparecencia la cosa, en este caso la isla que ahora habitamos nosotros. Dice Heidegger en este sentido, que todo nombrar genuinamente originario aparece e invoca bajo el sentido de las tres voces que los griegos tenían para decir “palabra”, esto es, como mhytos (relato), logos (razón) y epos (épica). Y efectivamente así aparece Karukinka, cuando la palabra originaria es relatada, razonada y narrada en son de gesta por Ángela Loij, una de las últimas selknam.
“Karukinka esa tierra que está por allá lejos. Sí, esa es Karuk”, le dice Ángela Loij a Anna Chapman (la antropóloga que registra). “Estaría junta la tierra” continúa. “Sí, porque estaban cazando guanaco esa gente, venían unas cuantas familias y llegarían donde estaba la tierra, creo aquellos tiempos, años, siglos ya.” Y luego agrega “Quedaron aislados ahí. Por un terremoto habrá sido que quedaron aislados en esta tierra. (…) Quedaron, hasta que aumentaron mucho. Sí, mucha gente. Ahí quedó Karuk, sola sí. Karuk” concluye.
En la voz viva de Ángela Loij, Karukinka se revela, más allá de lo denotado y la etimología, desde la singularidad que sutura una serie de sentidos cósmicos, en tanto involucra a la tierra y los ancestros, el cielo y los vivos. Es en esa trama narrativa que Karukinka se muestra más que como una idea de lugar como una noción de distancia. Y como una forma de relacionarse con esa distancia que se presenta en múltiples dimensiones. Karukinka es distancia temporal porque el nombrar evoca un tiempo mítico, arcaico y legendario “aquellos tiempos, años, siglos ya”. Pero también es distancia espacial ya que extrañamente Karukinka es para Ángela Loij (como si hablara desde otro lugar) “esa tierra que está por allá lejos” “sola”, periférica, entonces, y necesariamente por lo tanto, alejada de algún centro del que la narración conserva misteriosamente la conciencia de haberse desprendido.
Pero Karukinka es sobre todo, distancia cultural, porque el sujeto de la enunciación del relato de Ángela Loij, atesora en esas otras distancias una memoria. Memoria de un tránsito que se hace presente. Un tránsito nómade. Dice Loij, “ellos venían persiguiendo guanacos” y “quedaron aislados en esta tierra” por un “terremoto”. Karukinka es entonces la narración explicativa de esa tierra “lejana”, “extrema” en el sentido de “final” o “terminal” podemos suponer. Última tierra donde un pueblo desplazado más allá de los límites conocidos fue encerrado por el destino fortuito de un evento natural de grandes proporciones.
Es en este punto, donde el cataclismo que confina a los selkman en la isla (idea que Chapman describe como parte de la tradición cultural de este pueblo) se muestra como el primer eslabón olvidado en la larga cadena significante del “encierro” para “lo fueguino”. “Encierro” del cataclismo que se une al “encierro” del presidio y de la ley 19640, por ejemplo, en el poblamiento moderno de Tierra del Fuego. Es en ese encadenamiento que Karukinka pasa a hablar de nosotros y a ligarnos a la cultura de un pueblo paleolítico. Ellos no eran “originarios” ni “naturales” y eso nos iguala. Vinieron a una tierra que forzosamente hicieron propia, como nosotros, dentro de un proceso cultural épico de apropiación. Karukinka muestra, con su potencia narrativa, la interesante idea de la catástrofe original que impuso un confinamiento y ofició de principio de comunidad.
Ese mismo sentido, aunque sacralizado sacrificialmente, es el que también atesora el mito selkman de Taiyin. Para explicar brevemente lo que nos interesa aquí de un mito de gran complejidad, destaquemos que Taiyin es el héroe cultural que mata a la Taita, la nefasta arpía que, en los tiempos en que la tierra era una, tenía sometida a toda la gente al acaparar el agua y monopolizar la caza de guanacos. Taiyin le da muerte a esta bruja malvada lanzándole una piedra a la cabeza. Sin embargo, la sangre que produce el crimen contamina el agua, con lo cual Taita (una suerte de superyo materno) continúa sojuzgando al pueblo aún después de muerta, ya que la gente sigue sin poder beber incluso con ella desaparecida. Entonces Taiyin inicia un segundo acto heroico: después de intentar limpiar las aguas sucias y ver que la tarea era imposible, comienza a lanzar grandes rocas en todas direcciones para abrir nuevos pozos y cursos de agua limpia. El impacto de la roca más grande lanzada hacia el norte es la que abre la tierra y crea el estrecho, dejando convertida en isla la tierra de los Selknam: Karukinka. De este modo, el aislamiento es el precio que los selknam pagan por la liberarse del yugo de un perverso matriarcado.
Así, Karukinka, en tanto extremidad geográfica, histórica y antropológica, resuena y se inscribe plenamente en la dimensión de palabra originaria, no por ser parte del pasado remoto sino por tener la capacidad de seguir nombrando a la isla y reflejando la cosa como en un espejo donde nuestra propia identidad de habitantes puede seguirse pensando.
Por Fabio Seleme (*)
(*) Docente de la UTN y la UNPA
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