Por Fabio Seleme
“Cuando me llueven las coplas / Por ahí se me antoja que soy un coirón”, cantaba Hugo Giménez Agüero en clave de síntesis poética atada a la tierra. Por versos como estos, hace unos años, la escritora Graciela Cros acuñó un concepto provocador para describir la situación de la literatura patagónica: la “Ley del Coirón”. Esta ley imaginaria venía a expresar la obligación tácita de incluir representaciones estereotipadas del paisaje natural en las obras literarias para ser consideradas parte de la literatura patagónica. Como si cada texto debiera ‘plantar un coirón’ en él para demostrar su pertenencia a la región. Frente a esta práctica fetichista, la escritora propuso vetar la “Ley del Coirón”, que a partir de asociar indisolublemente lo «auténtico» a lo «autóctono», condenaba a una perpetua condición aldeana a la literatura patagónica. Este veto o negación se trataba de una propuesta de liberación creativa para acceder a una mayor universalidad temática.
Ahora bien, si la “Ley del Coirón” ha de ser negada, tal vez ese acto de contradicción debería consistir en una implosión hacia su núcleo, ya que esta ley lleva dentro el germen de su propia destrucción. Lo lleva en el propio coirón que, adecuadamente aspectado, disuelve los términos simbólicos en los que encuentra sus significados culturales vinculados a la tradicional construcción discursiva de la Patagonia. El fetiche es siempre una simulación, donde la pura y simple representación se vuelve más real que la propia cosa, y se reproduce a sí misma infinitamente allí donde la conciencia juega el papel de ser apenas el espejo en que el objeto exterior es reflejado como sustitución de otra cosa. Por eso, la simple exposición de la forma de existencia de la gramínea emblemática de la Patagonia tiene el poder de destruir la equivalencia que habitualmente se le ha atribuido para metaforizar la resistencia, el arraigo, la identidad y la autoctonía, llegando al extremo metonímico en el que decir “coirón” resulta sustitutivo de Patagonia.
La primera disolución de esos sentidos la efectúa el hecho de que no hay algo así como “el” coirón: hay coirones. Coirones dulces, poa, llama, plumoso, blancos, amargos, etc. Y diremos que cada cual se erige como una llamarada distinta del incendio estático de miles de kilómetros cuadrados, porque esta disolución no implica el fin de la metáfora. Pero esa diversidad de coirones tiene que ver justamente con su condición mutante y peregrina, y con su virtud de colonizador exitoso a partir de su flexibilidad genética y no de su rígida identidad biológica. De hecho, la historia evolutiva del coirón tiene su origen hace millones de años, probablemente en el hemisferio norte, en plantas precursoras que se han diversificado hacia el sur, alcanzando más cantidad de pares de cromosomas en las regiones más distantes, lo que se relaciona con una gran poliploidía, mutaciones e hibridaciones para adaptarse a nuevos ambientes. La variabilidad genética y la plasticidad fenotípica permitieron a estas especies colonizar la inmensidad de la meseta patagónica y las laderas cordilleranas con toda su gama de hábitats diversos. Este nomadismo somático, marcado también por la coevolución con otras especies y su sustancia maleable, desmiente la idea de una esencia inmutable, de generación espontánea y autóctona que se le atribuye al coirón. Otra ficción de la novela de las esencias, la identidad y lo nativo.
En realidad, toda vida es colonial; estrictamente ninguna es natural, originaria o aborigen. Se autoproduce en el artificio de una carrera de resistencia contra el constante ataque de la materia muerta y el caos térmico. Perdura a través del sostén rítmico de la reproducción constante de individuos con variantes y la corrección creativa de la muerte. Parásito excepcional en un mundo mineral, la vida es una minúscula voluntad de ser atrapada en un universo inerte donde la adaptación selectiva y permanente es la estrategia de perpetuación de la anomalía. El coirón es un ejemplo perfecto de eso con una historia de evolución biológica moldeada para la conquista de un desierto de ripio y arena. Con su hábito erecto y compacto y su característica distribución en matas, el coirón analoga a la ocupación humana por enclaves, y logra así el control extensivo del territorio. Esa matriz táctica de ocupación bordada con puntadas espaciadas fragmenta el paisaje del tapiz patagónico creando un mosaico de microhábitats. Especie fundadora, en los espacios intercoironales surgen flores discretas, otras gramíneas más pequeñas y arbustos espinosos. Esta estrategia se complementa con un eficiente sistema de reproducción anemocórica, desarrollado a lo largo del tiempo, basado en inflorescencias que producen frutos pequeños y plumosos, provistos de una arista que, al doblarse en ángulo recto, actúa como un ala que facilita que se dispersen con el viento y se claven en el suelo. A través de su capacidad para transformar el entorno físico, el coirón se sitúa como un agente fundamental en la sucesión ecológica de los áridos ecosistemas patagónicos. Sus hojas no son solo sustento para roedores, aves y grandes herbívoros, sino también nodos de las redes tróficas que sustentan la vida en este entorno extremo. Sus raíces, ocultas bajo la superficie, actúan como refugio y hogar para insectos y pequeños reptiles, revelando su papel como conector invisible de mundos superficialmente inconexos. El coirón, en este sentido, opera como un medium que vincula el reino mineral con el reino animal, un puente entre el suelo y lo que deambula sobre él. Más que un simple habitante del desierto, es una fuerza organizadora. Su presencia inauguró escenarios para la llegada de otros colonos alóctonos, abriendo paso a una ocupación colaborativa de un territorio que, en la infinitud de la rueda de la fortuna del tiempo, ya había sido alternativamente roca muerta, selva, pradera, bosque, fondo marino y páramo.
El coirón no es de la estepa, es su elemento performativo que, al diseminarse, simuló, para los poetas incautos, su preexistencia y una eternidad vegetal, aparentando obtener del viento su mayor placer, su energía frívola y versátil. Sin embargo, esta ilusión de infinita presencia oculta su vacuidad subyacente y su fragilidad esencial. Cuando, por sobrepastoreo o alguna otra causa, el coirón desaparece, la arena vuelve en forma de otro desierto posible. Entonces, la ocurrencia de ser un coirón, no conlleva otra cosa que el deslocalizado acto de afirmar la vital inestabilidad migrante, mestiza y autopoiética, en su proceso activo y continuo de transformación, adaptación y obstinación contra la nada mineral.
Post your comments