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Meditaciones frente al velocímetro

Por Fabio Seleme (*)

Tal vez acelerar en las rutas patagónicas tenga el sentido subyacente de tratar de insuflar temporalidad a esa estepa que se despliega, ilusoriamente, como un cuerpo pausado en la eternidad. Se viaja sobre trazados viales de líneas rectas interminables, sin obstáculos ni controles, donde el vacío, concretado en forma de todas las ausencias materiales y espirituales, invita casi coercitivamente al tránsito eufórico. El pie derecho oprime constante el pedal, imprimiendo bajo el capó el zumbido monótono del motor. Las manos fijas en el volante para conservar, apenas, la dirección estable, mientras la vista del conductor alterna entre la imagen de un mundo reducido a dos dimensiones que entra por el parabrisas y el tablero de instrumentos con sus sugerencias de interioridad.

El tablero de instrumentos es ese pequeño sitio dotado de luminosidad intimista donde toda la realidad del automóvil aparece codificada como información y es ofrecida al conductor junto a la ilusión de control. Acierto del diseño, entonces, que siempre coloca a este tablero en una pequeña caverna platónica esculpida en el panel. Sutiles íconos, cifras y gráficos brillan ahí como una pequeña fiesta fría y formal de gratificación sensual con su chantaje con el prestigio. Los cautivantes indicadores y mandos de ajustes, en una especie de operación de cierre de circuito, sincronizan al conductor con el objeto mecánico por antonomasia. En medio de esa parafernalia reina, desde y para siempre el velocímetro, con su información de disponibilidad continua y en tiempo real sobre la velocidad que lleva el vehículo.

Nuestra unión inercial con el automóvil dentro de la burbuja del habitáculo, aislado del exterior gracias a las funciones de confort, y las escasas referencias externas que entrega la estepa hacen que el velocímetro sea el dispositivo donde el movimiento y su ritmo pueden ser percibidos, pero de modo reflejo y evolutivo. Con las señales cinestésicas confundidas, la experiencia corporal del desplazamiento se ve objetivada y abstraída en la marca de la aguja sobre el dial.  La deducción sustituye la intuición bajo la matemática formal de medir la aceleración en distancia sobre tiempo.

Pero si la cifra que señala la aguja es la de la rapidez de traslación espacial en tanto flujo, el número final y más alto que figura en la escala del dial, estático y potencial, es el de la velocidad sublime del coche. Dato técnico y cifra fantasmal, término máximo de la gradación circular que alude, por un lado, el irrepresentable poder real del motor, la mecánica y su aerodinámica, pero también a la imaginaria libertad absoluta de la trascendencia simbólica de la celeridad y el riesgo. El velocímetro es, entonces, para el auto lo que el reloj es para la casa. Pero mientras el reloj introyecta un tiempo regularizado, productivo y burgués en la vida doméstica, el velocímetro extrovierte en el viaje el tiempo individual y de las revoluciones, tiempo de la propia ansiedad y también del miedo.

Con todo esto presente, mientras se maneja por la desolación patagónica, se tiene la certeza de que, entre la señalética de la ruta y el velocímetro, uno transita en verdad entre las dos caras de la ley. Por un lado, la ley muestra su rostro de autoridad ordenadora y tranquilizadora en los carteles de velocidades máximas de 110 kilómetros por hora, pero, por otro lado, muestra su cara perversa detrás de un velocímetro que transparenta la homologación oficial para construir vehículos que pueden viajar a velocidades muy por encima de los límites legales admitidos en cualquier parte del mundo. Los automóviles podrían venir con la velocidad limitada desde fábrica de acuerdo con las máximas toleradas, pero en vez de eso vienen preparados para infringirlas.

Sacando el hecho de que la aceleración que se puede alcanzar con los automóviles está asociada a la potencia como un diferencial de prestigio y valor de estos, hay, tal vez, detrás del dato de la velocidad potencial, una profunda razón de conciencia. El automóvil, como objeto donde se proyecta nuestra subjetividad, fundamentalmente debe permitir expresar las relaciones de una economía libidinal de intercambio con la autoridad. En ese sentido, debe ponernos frente a la ley con la posibilidad de transgredirla. La posibilidad de transgresión de la ley permite entrar en una renegociación de los límites establecidos. Y si debe darnos la posibilidad de infringir la ley, necesariamente esa posibilidad debe ser con un margen lo suficientemente amplio para que podamos autorrestringirnos en algún punto de ese movimiento. Esto significa que debe tener una velocidad mayor a la permitida y mayor también a la que nos permitiremos manejar alguna vez. El sujeto, en ejercicio de su libertad podrá así exceder la velocidad permitida, pero a partir de ese punto autorregulará su aceleración sin alcanzar, en términos absolutos y constantes, la máxima velocidad que el automóvil le permite. En términos hegelianos, lo que sucede aquí es el movimiento propio de la conciencia como cura de la herida que ella misma es. Romper la ley y, en el mismo acto, ocupar el lugar de ella para suturar la ruptura previa es el movimiento puro de la constitución del sujeto. En ese rango de la transgresión posible y la transgresión imposible se articula la transformación subjetiva donde se define la identidad y las relaciones con los demás.

Es decir, en la dinámica de la conducción en ruta, como en muchas otras esferas, tanto el acatamiento como la desobediencia a la ley responden a los imperativos que ella misma nos impone. Esta ambigüedad de la instancia superyoica también puede verse en el hecho cínico de que el estado y la industria mantienen intervenido el velocímetro desde el diseño mismo del automóvil. Porque los velocímetros marcan, por norma, una velocidad errónea, siempre entre un diez y catorce por ciento superior a la real. Esto es, vamos siempre más lento de lo que creemos al mirar el velocímetro, por lo que todo el proceso mismo de negociación con la ley se realiza en un espacio virtual y distorsionado que es imposible superar. Se trata de una evasión oblicua de responsabilidades y de mantener un control irónico de ese ejercicio de la subjetividad que al mismo tiempo es el de la libertad, la vigilancia y la manipulación externa.

En la soledad de las rutas de la Patagonia frente al velocímetro, mientras la velocidad nos extasía y extenúa todas las energías, nos desplazamos aceleradamente sin hacer nada. En esa intimidad, mediada por una trascendencia tan indiferente como el mismo paisaje, el movimiento se vuelve signo abstracto de la dinámica de la constitución del yo y su vacuo poderío de proyección narcisista.

 

 

(*) Licenciado Fabio Seleme

Secretario de Cultura y Extensión Universitaria

Facultad Regional Tierra del Fuego

Universidad Tecnológica Nacional

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